La vergüenza y la rueda


         La vergüenza y la rueda
Hay inventos tan útiles que parecen evidentes. “¿Cómo no se le ocurrió a nadie?” es la frase que nos sugieren al verlos funcionar con éxito, o el típico y más egoísta “¿Cómo no se me ocurrió a mí?” Sin embargo, la divulgación de estos inventos, en algunas ocasiones, fue más complicada de lo que parece. El carrito de la compra, por ejemplo, tuvo que vencer una barrera mucho más compleja que la logística: la del orgullo humano. Cuando Sylvan Goldman lo ideó en 1937 para facilitar las compras en su supermercado, nadie quiso usarlo. A las mujeres les recordaba al cochecito de bebé —no querían parecer demasiado domésticas— y los hombres, como el Fary avant la lettre, lo veían como una muestra de debilidad. El invento era práctico, sí, pero hería el ego. Para romper esa resistencia, Goldman contrató a actores que fingieron ser clientes satisfechos empujando el carrito por los pasillos. Solo así, con teatro, se impuso la rueda en la compra. La rueda, ese símbolo universal del progreso, no nació como parte de un vehículo, sino como herramienta de alfarero en la antigua Mesopotamia, hacia el 3500 a. C. Solo siglos después alguien tuvo la idea de colocarla bajo una plataforma y convertirla en medio de transporte. Lo curioso es que, a pesar de su genialidad mecánica —porque no solo hace falta una rueda, sino también un eje que la permita girar—, muchas culturas no la adoptaron o no la aplicaron al movimiento humano. En América precolombina, por ejemplo, conocían la rueda, pero no la usaban en carros: sin animales de tiro ni caminos preparados, no tenía sentido. Como si la rueda necesitara no solo ingenio, sino también contexto, voluntad y aceptación. Porque la rueda no siempre ha sido bienvenida. A veces —como en el caso del carrito de la compra de Goldman— ha necesitado disfrazarse de normalidad para no ofender al ego. Mi padre, traumatólogo y humanista, se cansó durante toda su carrera profesional de recomendar carros de ruedas a los carteros que iban a visitarlo por dolores de hombro y espalda. La respuesta que más recuerda es “¡Qué cosas tiene usted, doctor Saldaña!”. La vergüenza y la rueda. La vergüenza de tirar del carro. Mi padre ha sido también activista de la rueda en todas sus extensiones. En mi familia, “las ruedicas” son esa especie de carro de estructura metálica con un pulpo enrollado sobre las que se puede lleva una vida entera. Llévate las ruedicas. También se cansó mi padre de criticar las mochilas escolares y la curiosa forma de llevarlas en un solo hombro. En comidas, cenas y celebraciones, mi padre habló de un objeto que sería imprescindible en la sociedad al que denominó “carrimochi” que era, por supuesto, una mochila con ruedas. Todos nos reíamos, pero poco a poco, vimos como su razón era tan poderosa como la fuerza de la gravedad. La vergüenza por llevar una mochila de ruedas comienza  aproximadamente con la ESO, por cierto. A veces, es necesario ver en otros lo que tú no te atreves a hacer. Solo los iluminados se atreven a elegir el camino por el que nadie ha caminado todavía.

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