Papel

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En el invierno en el que la industria del libro planea aumentar un 30% su producción, en el momento más álgido de publicaciones y ventas de los últimos años, el mundo se está quedando sin papel: las historias vagarán en la nada de los ordenadores; los cómics, los principales perjudicados por sus características especialísimas, retrasan sus producciones varios meses, porque los contenedores que van y vienen a China, apilados sobre monstruos marinos, no se encuentran disponibles, y porque los bosques canadienses y las protegidas plantaciones sostenibles del norte de Europa han bajado su productividad, y la restante la destinarán a cartonaje y envoltorio: los libros, que consumen menos del 5% del total del papel mundial, no resultan esenciales.

Se corre el riesgo de que esto parezca otra línea tachada en los hechos improbables de 2021, un meme difundido entre otras carencias más vistosas, como la de ginebra inglesa o los coches japoneses. Aunque no se publicara un solo libro más, no nos llegaría la vida para leer los que se encuentran en las bibliotecas públicas y privadas, en las casas y universidades. Quizás, viendo el viraje de los últimos años, la calidad de lo que leemos aumentara. Podríamos sobrevivir, claro, sin nuevos libros de texto, y sin catálogos en papel, sin libretas en las que anotar a mano, sin la colección nunca gastada de papel de cartas que nos dio pena usar.

Tampoco es nuevo: en febrero de este año Inglaterra advertía de la escasez de los envoltorios, y de cómo durante la pandemia la responsabilidad del reciclado de papel había recaído sobre los individuos que compraban y no sobre los negocios: eso había ralentizado un reciclaje de pulpa de papel que ya distaba mucho de ser eficaz.

Pero hay algo de terrible en esa noticia, algo que no podrán compensar los ebooks, ni las tecnologías alternativas, ni siquiera la voluntad decidida y generosa de quien recicla religiosamente cada hoja que no necesita: no me refiero a la preocupación de librerías y editoriales, acostumbradas a vivir siempre al filo, ni a la de los escritores que aguardaban publicar ante la campaña navideña, o de las terribles derivaciones que eso puede tener para la prensa escrita, ya tocada de muerte, las revistas, las pequeñas empresas que imprimen de manera casi artesanal, y toda la cadena de oficios que dependen del libro, de la impresión y su distribución: ni siquiera pienso en la fragilidad del conocimiento, en el peso casi sagrado que el libro había perdido para convertirse en un objeto cotidiano que nadie quería cuando la anterior crisis nos obligó a mudarnos o a vender las casas.

En realidad pienso en que lo más desolador de todo consiste en la paradoja que esto nos presenta, tan fiel, tan delatora de la realidad: los libros serán devorados por los envoltorios que deberían protegerlos. Por paquetes que transportan lo que los libros han enseñado a construir, en esos barcos que siguen rutas ciegas, mientras los árboles caen y los escritores callan.

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